Anunciando la oscuridad: el candelabro del Oficio de Tinieblas
Piezas excepcionales de herencia cristiana latina, los majestuosos «candelabros de la oscuridad», conservados por el Terra Sancta Museum, se encuentran sin duda entre las obras más desconocidas y misteriosas de sus colecciones. De hecho, específico para el tiempo de Cuaresma y utilizado solo tres días en el año, su uso fue abandonado en gran medida justo antes de la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II. Con motivo de la Semana Santa, redescubramos estos objetos y el oficio tan especial que presidían, no hace mucho tiempo…
Singulares, extraños, monumentales e imponentes. Estos candelabros de madera de quince brazos impresionan a los curiosos y cuestionan a los católicos en el recodo de la sacristía de unas pocas iglesias que los han conservado. Solitarios e inusuales, excepto todavía en algunas parroquias y monasterios, los«candelabros de las tinieblas» o «tenebrarios», como los ofrecidos por el Reino de Portugal en el siglo XVIII a la Custodia de Tierra Santa, son los últimos testimonios de un rito pasado, bajo el Papa Pío XII. Estos últimos, particularmente masivos y elaborados, se dibujan en curvas y contracurvas, ofreciendo un esplendor decorativo acentuado con el oficio que los convocaba, grave y solemne.
Durante siglos, y hasta 1955, el «candelabro de las tinieblas» fue el maestro de ceremonias de una solemnidad correspondiente a los maitines y laudes de los últimos tres días de la Semana Santa. Fue durante las tardes del Triduo Pascual que los monaguillos transportaban penosamente el pesado candelabro, desde la sacristía donde dormía, hasta el lado derecho del altar. El servicio debía “comenzar para terminar después de la puesta del sol”, de ahí su nombre de «Oficio de Tinieblas».
Lento y serio, un primer salmo era cantado por un coro gregoriano. Este salmo, que variaba según el día, se elevaba como un lamento fúnebre. Cuando terminaba, se apagaba una primera vela de las quince encendidas. Luego seguía un segundo salmo y un tercero. Al final de estos tres cantos, se apagaban tres velas. Luego, mientras en silencio la multitud recitaba el Pater Noster, un solista se adelantaba (la mayoría de las veces, un niño) y, como en un funeral antiguo, cantaba las lamentaciones del profeta Jeremías, traducidas al latín. Las notas se alargaban y de estos himnos surgía un sentimiento de tristeza, de dolor, propio del texto y especialmente del tiempo: el de la Agonía y la Pasión de Cristo.
Así terminaba la primera noche. Otras dos le seguían, igualmente largas, y, mientras transcurrían los himnos, las velas se apagaban hasta quedar solo una. Era finalmente, después del canto del Benedictus, que el niño del coro separaba la última vela del candelabro para esconderla detrás del altar hasta el final del oficio. Entonces el celebrante golpeaba el banco con su misal, imitado por el resto de los fieles presentes. Un ruido terrible, casi ensordecedor, invadía la iglesia sumida en la oscuridad, recordando así el terremoto y las tinieblas que acompañaron la muerte de Cristo en la Cruz.
(Traducido del francés por Jorge Trejo Olivares)